martes, 4 de diciembre de 2018

El caballero Reynolds y su mayordomo Walter de Bolbec (cuento)

Saludos lectores,
Este cuento fue mi proyecto final para la materia de Literatura Medieval. Es parte de un texto todavía más largo, pero también funciona como una pequeña historia contienida en su propia burbuja. Espero que la disfruten.

De mis recuerdos de la infancia uno regresa a mi mente ahora mismo que escribo sobre aquel gran genio de persona que es Wallace Reynolds. Si mal no recuerdo a la tierna edad de siete años me enseñó a montar a caballo. No era la situación en sí lo que era inusual, sino que se tomara la molestia de educar a uno de sus sirvientes en tales cuestiones. Su enseñanza fue estricta pero cuando logré dominarlo, pude notar un cierto orgullo en su rostro, una sonrisa naciente que jamás he logrado olvidar.
El señor Reynolds provenía de una familia de mediana posición, dueños de una pequeña flota pesquera que llevaba décadas trabajando. En su juventud no tuvo muchas aspiraciones fuera de seguir con el negocio familiar, pero el destino llamó a las armas a su padre contra los holandeses, que interferían directamente con sus intereses económicos y los del imperio en aquel entonces. La muerte de su padre dejó a Reynolds, con dieciocho años, como el único varón en su familia a cargo de sus dos hermanas Emma y Matilda, y su madre. Ante esta situación y sin la guía de su padre para mantener el negocio a flote, él partió hacia Londres a buscar trabajo para sostener a su familia. Me apena decir que sus hermanas no tuvieron un final feliz. Emma murió tres años después a causa de una enfermedad en su garganta y Matilda murió en el parto de su segundo hijo. Hallándose lejos, tuvo que cargar con el dolor de la pérdida en silencio, incapaz de poder consolar a su madre. Al poco tiempo de llegar se alistó en el creciente ejército inglés a pesar de no ser la opción más lujosa ni segura. Logró sobrevivir batallas y enfermedades, tormentas y duros días de entrenamiento hasta llegar a la edad de treinta y siete años, cuando decidió retirarse. Habiendo amasado una pequeña fortuna, Reynolds volvió a su pueblo Twili en las costas sur del imperio donde se encontraba su antiguo hogar. Restauró el lugar y de nuevo, puso un negocio de pesca para continuar su legado familiar. Contrató sirvientes y pescadores, expandió el terreno y reconstruyó su hogar en algo digno de un hombre retirado y adinerado. Cabe decir que Reynolds buscó con ansias el conocimiento durante aquellos años, comprando varios libros de diversos temas y leyéndolos con mucho deleite. Leyó sobre historia y ciencias, pero sus favoritos fueron los de literatura española, considerándola superior a la inglesa y francesa. Obtuvo sus copias en castellano de Tirante el Blanco, los cuatro libros de Amadís de Gaula, El conde Lucanor, El Quijote y más. Pero su más grande tesoro era el Libro de la orden de caballería.
Las historias tanto fantásticas como realistas sobre los caballeros tomaron por completo su corazón, podía pasar horas y horas leyendo una y otra vez. Llegó a tal grado su obsesión que mandó a ordenar una armadura hecha a la medida, un caballo de la más alta calidad y armas antiguas forjadas por los mejores herreros de Londres. Pero tener sólo lo material no le bastaba. Leyendo con cuidado el libro de Ramón Llull, aprendió todo lo que puedo acerca de la misión del caballero y sus deberes. Al poco tiempo se le podía ver cruzando las calles de Twili montando en su corcel, buscando gente a la que ayudar. No faltaron los rumores sobre la locura que se apoderaba de él. Pero con certeza, quién realmente lo conociera, vería que él era un hombre más que cuerdo, era un hombre con valores. Una de las sirvientas de su hogar, Marie de Bolbec, dio luz a un varón durante esos años. Se desconocía la verdadera identidad del padre, pero ella afirmaba que había sido un encuentro de una sola noche con un extranjero que alguna vez vino de visita a la ciudad. Aquel hijo era yo, Walter de Bolbec. El señor Reynolds permitió a mi madre criarme en su hogar, con la condición de que siguiera las costumbres de la servidumbre. Así lo hice, desde temprana edad cuidando su hogar e incluso a sus animales. Y en raras ocasiones, el señor Reynolds me invocaba para enseñarme algún aprendizaje demasiado noble para mi posición. Entre toda la servidumbre, noto en ti un gran talento no sólo para servir, sino para aprender las artes, Walter, así me explicó una vez mientras me enseñaba a leer y a dibujar. Incluso yo debo admitir, sin querer llegar a la presunción, que realmente me convertí en la fuerza de orden en el hogar que él predijo. A la noble edad de diecisiete años, Reynolds me nombró mayordomo mayor de su hogar, a cargo de toda la servidumbre y de servirle personalmente. A su vez, continuó con sus extrañas enseñanzas sobre la caballería, llegando a llamarme en sus momentos menos sobrios su leal escudero. Y lo acompañaría de vez en cuando en sus andanzas por el pueblo, siguiendo a aquel hombre con armadura mientras hablaba con las gentes sobre sus problemas que tan lejos estaban de él. 
Castidad, bondad, piedad, liberalidad y cortesía, me decía eran las características del caballero ideal. Me decía a su vez que en nuestros tiempos hacían falta estos valores. ¿Cómo podemos esperar que el pueblo se acerque más a Dios y a lo bueno, si el ejemplo máximo de aquello, lo ideal, se ha perdido con el pasar del tiempo?
Confieso en estas hojas y ante Dios un secreto que me he reservado por muchos años acerca de este peculiar señor mío. Si bien ante el ojo común se podría considerar un hombre perdido en sus fantasías, él se deba cuenta de la farsa en la que vivía. Fueron varias las noches en las que lo encontraba ebrio en su biblioteca sin parar de llorar. Walter, me decía. Desperdicié mi juventud luchando por causas de supervivencia y fe que no pertenecían a mi corazón. Si bien serví a mi hogar y a mi rey, lo hice cargando conmigo soledad y amargura. De nada sirven estos libros ni estas reliquias de un tiempo perdido, de nada. Caballero que lucha por su reino, por su gente y el honor tanto de su Majestad como del Señor, eso se vivía con orgullo. Pero sólo son recuerdo de un ayer con propósito, de un ayer al cual yo no pertenezco por nacer tan tarde, tan lejos… Pero lo peor, hijo, lo peor, es no poder aceptarte como… El alcohol lo terminaría por derrumbar en la mitad de su frase. Pero yo bien sabía y sospechaba correctamente porqué Reynolds, en su orgullo y virtud, se molestaría con un sirviente como yo. Un escudero, un mayordomo, todos esos títulos que se inventaba conmigo.
Lamento que no puedas decírmelo todavía, Padre. Pero te agradezco todo lo que por mí y mi madre has hecho. Si bien el voto de castidad es una falta tuya que no has llegado admitir hasta este día, sé bien que tu noble corazón me ve como tal. Estas últimas semanas que hemos pasado en altamar me han permitido apreciar aquellas virtudes que tu tanto aclamabas en una nueva luz. Ayudaste a aquellas personas que tan desconocidas eran. Y míranos ahora, rumbo a las Américas junto con lo que me atrevo a decir es nuestra nueva familia. Quizás tengas razón, quizás los caballeros deban de volver a cabalgar por el mundo.
Walter Reynolds de Bolbec

Walter puso la pluma de nuevo en el tintero, cerrando su bitácora, que no estaba seguro si debía convertir en una nueva novela de caballería y aventura, a su vez que soplaba la vela que le alumbraba. Hace meras semanas se encontraba en Twili, viviendo con calma su rutina usual. Un inesperado encuentro con una apotecaria, una niña de rojos cabellos y un fiero corsario trajeron consigo consecuencias impredecibles. Encontrándose en el navío más preciado de su padre, el Despierta Mares, sonreía un poco más que antes. Por fin tenía las aventuras que tanto añoraba su padre. Y verlo feliz, también lo hacía feliz.

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